jueves, 15 de febrero de 2018

UNA HISTORIA DE ENSUEÑO

Autora Teresa Prats

A menudo me resulta difícil conciliar el sueño y el insomnio revoluciona mi mente. La tenue luz de las farolas de mi calle, filtrándose por la ventana del dormitorio me revela que estoy despierta y el tic tac del despertador me recuerda el paso inexorable del tiempo. Los recuerdos se amontonan en el desván de mi memoria y desfilan, torpemente desordenados. Una serie de escenas se suceden como en el film de una película de la que soy inevitablemente protagonista.
A pesar de que han transcurrido muchos años - más de cincuenta - los recuerdos de mi infancia, asoman casi siempre y me sitúan a mi niñez, en una Barcelona gris, de mediados de los años cincuenta del siglo pasado. En un barrio donde la industria y el comercio eran una fuente de recursos para muchas familias de origen humilde que se trasladaron a la gran ciudad en busca de trabajo.

Yo vivía en una calle, de mucha animación. Aunque era poco ancha, para el tráfico que recibía; en ella transitaba un autobús que comunicaba los barrios de Pueblo Nuevo y El Clot. Popularmente, lo llamaban La Catalana. Durante el día, abundaba la circulación de camionetas que descargaban mercancías en las tiendas. Pero a partir de las 8 de la noche, sólo el citado autobús circulaba, - uno de ida y otro de vuelta, finalizando su horario a las 22 horas. A partir de entonces, sólo se podía oír los pasos apresurados, acompañados del golpe del bastón del Vigilante y también, del Sereno, que velaban por la seguridad del vecindario y, en muchas ocasiones prestaban ayuda en casos de avisos por enfermedad o algún que otro percance. Llevaban llave maestra de los portales de las casas.

En verano, cuando el calor había calentado las paredes y los tejados de las casas, y el fresco no entraba por las ventanas o balcones, algunos vecinos, sobre todo mujeres – los hombres preferían reunirse en el bar a jugar a las cartas u otro juego de mesa – bajaban a la calle con una silla o banqueta. Al estar cerca del mar, corría una brisa agradable, que, junto con el abanico proporcionaba un alivio a la sensación de bochorno. Mi madre no tenía esa costumbre. Quizá porque teníamos un gran balcón y estar en el primer piso, no muy alto. La recuerdo sentada, de espaldas, detrás de una persiana que descendía por la baranda. Hacía poco que mi padre había muerto y, pasábamos por una crítica situación.

Yo, bajaba a la calle a jugar con mis colegas – mi madre los llamaba la camarilla – lo pasábamos muy bien. No había coches, ni bicicletas ni motos, nada. La vía era toda nuestra. Los juegos eran de toda índole, pues nos mezclábamos los niños con niñas. Pero había uno en que participábamos todos entusiásticamente, la comba. También correr y atrapar. Terminábamos sudados y los padres que vigilaban, nos hacían reposar de vez en cuando. Nos sentábamos en el bordillo de la acera junto a ellos.

Mientras descansaba, acalorada, mis piernas estiradas, después de una larga carrera, jugando al escondite, escuché a la señora María, la abuela de mi amiga Rosita, que murmuraba sobre una muchacha, llamada Mercedes. La Merche – así se hacía llamar - era hija única, tenía una mercería en la misma calle. En aquel entonces tendría unos 30 años y las malas lenguas ya le pronosticaban que sería una segura solterona pues, además su físico era muy poco agraciado. Sus ojos eran salientes y sus dientes muy preeminentes. Como el oficio de mi madre tenía que ver con costura, era cliente de la mercería y mantenía muy buena relación con Merche.

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3 comentarios:

  1. Estoy emoçionada esperando el final del relato.....La primera parte,muy tierna,y unos recuerdos maravillosos...Rapidooooo el final👏

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  2. Intriga y espera tratando de imaginar el final , conociendo tus dotes sé que nos vas a sorprender , Sabes que te admiro ¡ porque tú vales mucho Querida Teresa . Gracias por todo lo que dejas en la Tertulia .

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